Sermones parroquiales / 6 - (Parochial and Plain Sermons)

Sermones parroquiales / 6 - (Parochial and Plain Sermons)

von: John Henry Newman

Ediciones Encuentro, 2018

ISBN: 9788499208251 , 320 Seiten

Format: ePUB

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Sermones parroquiales / 6 - (Parochial and Plain Sermons)


 

LAS PARADOJAS CRISTIANAS


A pocas millas del centro de Oxford se encuentra Littlemore, casi una aldea, que en tiempos de John Henry Newman formaba parte de la parroquia de Saint Mary’s. Saint Mary’s era, al mismo tiempo, la iglesia de la universidad de Oxford y una parroquia de la cuidad. Para atender a esa doble fución, los domingos por la mañana tenían lugar con gran pompa los sermones universitarios a cargo de teólogos locales o de invitados de todo el país. El Vice-Canciller de la universidad in full robe, escoltado por maceros, los proctors, los jefes de college y los profesores, acudía confesionalmente a escuchar las articuladas exposiciones del predicador, local o invitado. Por la tarde —tarde británica: hacia las 3—, el vicario Newman dirigía sus Sermones Sencillos a los feligreses, mayormente menestrales y gente no demasiado instruida. Pero la asistencia de este tipo de público era escasa y Newman se sentía tan frustrado como pastor de almas que escribió a un amigo en marzo de 1840: «¡Todo es tan frío en Saint Mary’s! Llevo años notándolo. No conozco a nadie. No llego a la gente. Tengo mucha gente en contra, y hay muchas lenguas largas. Si no fuera por esos pobres estudiantes que, después de todo, no están a mi cargo, y por la Comunión de los domingos, me sentiría seriamente tentado de plantar aquí mi tienda».

«Aquí» es Littlemore, donde el vicario Newman había construido una iglesia nueva pocos años antes. Y los «estudiantes» son los estudiantes de la universidad que acudían a Saint Mary’s en proporción mayor que los feligreses y que formaban el potencial humano del Movimiento de Oxford, a finales de los años 30 ya en su segunda generación, más vocinglera y más alarmante para las autoridades de la universidad.

Había circunstancias de fondo y otras más aparentes que forzaban a Newman a establecerse en Littlemore en marzo de 1840. Entre las aparentes, se contaba la ausencia del coadjutor que se encargaba de Littlemore y el mal funcionamiento de la escuela parroquial, donde la maestra dedicaba sus energías más a la bebida que al orden y el aseo de las niñas. Un día se presentó Newman en la escuela a la hora del comienzo de las clases, 9 en punto, y se encontró a la desastrada maestra todavía barriendo el aula; de los cien alumnos solo habían llegado unos cuantos niños y casi ninguna niña. Comenzó con las oraciones y al terminar de pasar lista, a las 10 menos veinte, solo había llegado la mitad. Los niños se portaban mal y las niñas iban despeinadas, la cara llena de churretes y las manos como el carbón. Newman logró enderezar la escuela y al poco los niños cantaban con «unas voces tan emocionantes que le vuelven a uno loco de amor» (así lo contaba en la misma carta antes citada).

Otro motivo aparente para el retiro en Littlemore había sido la Cuaresma, de la que tanto se habla en los primeros sermones de este tomo y que tanto deben a sus experiencias personales. Esa temporada de penitencia, sin embargo, terminó siendo para Newman una experiencia gozosa, como le comentaba en carta a su tía (1 abril 1840): «aunque estoy aquí sin amigos y sin libros, hasta el momento no he tenido más que gusto. Así que es una vergüenza pasar la Cuaresma tan agradablemente…». Cuando llegó la Pascua se sentía tan feliz en Littlemore que, de acuerdo con su coadjutor, compró unos terrenos cerca de la iglesia para instalarse allí permanentemente y acoger amigos que quisieran llevar con él una vida de estudio, oración y cierto ascetismo; una especie de primitiva institución monástica. Newman iba y venía con frecuencia de la aldea a la ciudad, siempre a pie y sin importar el tiempo bueno, malo o pésimo, de modo que el retiro era solo relativo; pero sentía dudas y consultaba a amigos sobre si debía seguir simultaneando las dos iglesias o si debía dejar la de Oxford. El trabajo pastoral en Littlemore sí funcionaba, a diferencia de Saint Mary’s donde no lograba entender a los comerciantes y había fracasado toda iniciativa dirigida a ellos. Aquí no hacía más que predicar y como los que acudían a los sermones eran sobre todo universitarios, Newman sentía que estaba faltando a su deber de párroco y convirtiendo la parroquia en una plataforma para influir sobre la universidad.

Las razones de fondo para retirarse a Littlemore tenían que ver, más bien, con la creciente oposición al Movimiento, cada vez más abiertamente católico, y más impetuoso en la acción de los jóvenes. En enero de 1841, Sir Robert Peel pronunció un discurso de marcado tono utilitarista y secularizante en la inauguración de una nueva biblioteca en Tamworth. Instado por el director del Times, Newman publicó a lo largo del mes de febrero siete cartas de réplica, firmadas por Catholicus, un seudónimo que solo brevemente preservó el anonimato. Ese mismo febrero de 1841 Newman cumplía cuarenta años. La sorpresa de sentirse mayor deja un rastro de aturdimiento y meditación en sus cartas. Sobre todo, el 27 de febrero de 1841 se publicó el Tracto 90, que retrospectivamente se puede considerar como el factor externo que terminó por aclarar su posición y le llevó a dar el paso hacia Roma en 1845. Sabemos que en el verano de 1839, «como en la cena del rey Baltasar», Newman «había visto la sombra de una mano en la pared». Quien ha visto un fantasma no vuelve a ser nunca el de antes: «por un momento había tenido la idea de que ‘después de todo, la Iglesia de Roma es quien tiene razón’, para luego desvanecerse» (Apologia 166-67). A sus cuarenta años, Newman había recuperado sus antiguas convicciones acerca de la posible y necesaria catolicidad de la Iglesia anglicana y se sentía básicamente tranquilo y confiado. Tanto que publicó la entrega 90 de los Tracts for the times [Pliegos de actualidad], donde entró al punto de si los Treinta y Nueve Artículos de Religión anglicanos contenían o no la misma doctrina que la iglesia primitiva, la de san Atanasio y san Agustín, de la que la Iglesia de Inglaterra se decía continuadora. Newman examina en detalle cada uno de los artículos y concluye que los Artículos no se oponen a la enseñanza católica, lo único que hacen es oponerse parcialmente a algunos dogmas romanos. Por tanto, es un deber tanto para con la Iglesia Católica como para con la Iglesia de Inglaterra interpretar los Treinta y Nueve Artículos en el sentido más católico que estos puedan admitir.

A comienzos de marzo apareció en el Times una carta de cuatro tutores de peso que protestaban porque el Tracto 90 abría las puertas de la Universidad de Oxford a las doctrinas del catolicismo romano. La cosa quizá no habría ido a más si un antiguo tractariano y antiguo coadjutor de Newman en Littlemore, Charles Golightly, no se hubiera encargado de agitar las aguas. La tormenta, en efecto, llegó poco después cuando el Vice-Canciller, los jefes de college y los proctors hicieron pública una censura del Tracto 90, pocas horas antes de que se conocieran las aclaraciones del propio Newman. Días después, todavía en marzo, el obispo de Oxford, tras consultar con el arzobispo de Canterbury, decidió que se dejaran de publicar los Tractos, que el Tracto de la discordia no se volviera a imprimir y que Newman debía hacer público que tomaba estas medidas a petición —en español: por orden— de su obispo. Finalmente Newman logró que el obispo no condenara el Tracto 90, a cambio de hacer pública una carta en que declaraba la opinión del obispo de que ese Tracto era «objetable», y de suspender la serie de los Tractos. Newman pensaba que, al evitar la condenación, había logrado que se admitiera el principio catolizante. El fin de todas estas sutilezas era evitar una condena formal de su obispo, a quien Newman siempre consideró su «Papa» y a quien estaba convencido de que debía obedecer como sucesor de los apóstoles. Pero no se sentía derrotado. En una carta de 8 de abril de 1841 afirmaba que «es un principio evangélico profundo que la victoria se alcanza a base de ceder. Nos alzamos cayendo».

El verano de 1841 lo pasó traduciendo a san Atanasio para la Biblioteca de los Padres. Estaba decidido a dejar de lado toda controversia. Pero «entre julio y noviembre recibí tres golpes que me rompieron» (Apologia 186). En primer lugar, la visión de 1839 se presentó de nuevo.

«En la historia de los arrianos me encontré, pero en versión mucho más aguda, exactamente con el mismo fenómeno que me había encontrado en la historia del monofisismo […] vi con toda claridad que en la historia del Arrianismo, los arrianos puros eran los protestantes, los semi-arrianos eran los anglicanos y Roma estaba ahora donde había estado entonces. La verdad no estaba en el centro, en la Via Media, sino en un lado, en lo que llamaban ‘el partido extremo’» (Apologia 186-87)

El segundo golpe era más de esperar: uno tras otro, los obispos empezaron a publicar referencias directas al Tracto 90 que, al cabo de tres años, equivalían ya a una condenación formal por parte del cuerpo episcopal de la iglesia anglicana.

El tercer golpe, el del obispado de Jerusalén, «destruyó finalmente mi fe en la Iglesia Anglicana» (Apologia 190). Se trataba de un episodio en que se mezclaban cuestiones teológicas y cuestiones crudamente geo-políticas. En el mismo momento en que a él se le condenaba por católico, los obispos anglicanos consagraban y enviaban a Jerusalén, donde no había más de media docena de anglicanos, a un obispo que se haría cargo de protestantes prusianos, herejes monofisitas y judíos a medio...