Lágrimas que caen en el corazón del mundo - I

von: Nico Quindt

Nico Quindt, 2018

ISBN: 9789873396052 , 446 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

Mac OSX,Windows PC für alle DRM-fähigen eReader Apple iPad, Android Tablet PC's Apple iPod touch, iPhone und Android Smartphones

Preis: 1,49 EUR

eBook anfordern eBook anfordern

Mehr zum Inhalt

Lágrimas que caen en el corazón del mundo - I


 

Imperio de Kyoga, ciudad de Kyoga, año 101 de la “Nueva era”.

No era un gigante como los hombres provenientes del Niflhei, pero la estatura de Quzah, era considerable. Contaba para ese entonces, con cuarenta y ocho años. Había oído una vez que un hombre del “Reino de Hielo” llegó a ser tan alto que los adultos apenas si alcanzaban sus rodillas estirando los brazos en puntas de pie. También escuchó la historia del forjador de la ciudad de hielo, pero nunca atendió con credulidad a esas leyendas que consideraba absurdas. Aunque el tamaño de las mesas, sillas de roca y de todo el palacio de Gilgamesh era bastante impresionante, bien podía haber sido construido por un pueblo temeroso de algún Dios antiguo que los hombres ya no adoraban.

Durante el tiempo que llevaba siendo Emperador, Quzah había dado mucha importancia a ampliar la biblioteca real y al entrenamiento de su ejército, creía que sus hombres debían ser igualmente hábiles como inteligentes. Su reino había prosperado enormemente los últimos años, las ovejas pastaban en las praderas no sembradas que circundaban el castillo, las cabras y almateas daban una leche exquisita, y la almatea de cuerno plateado, en particular, entregaba una leche tan pura y blanca que los quesos que los artesanos elaboraban con ella eran buscados desde todos los rincones del mundo.


Observó las calles de Kyoga, desde una de las ventanas del castillo imperial que coronaba la ciudad dando la espalda al Niflhei, y pensó por un momento en todas las historias acerca del túnel que existía dentro de la montaña, tan extenso que comunicaba los dos mundos. Observaba todo desde allí, recordando los días que había invertido en buscarlo en vano.

El castillo estaba labrado en su totalidad dentro de la roca sólida en la montaña Axis-mundi, que era el pico más alto de la cordillera que dividía el imperio a la mitad y que se encontraba justo en el centro del encadenamiento. Kyoga era una ciudad magistral adornada de reliquias y piedras preciosas incrustadas en los alabastros y mampostería de mármol y rocagema. Las bases de las columnas de los puentes cimbreantes de lineja y madera de sefirots de mil inviernos de la ciudad, eran de metales tan puros que no se corroían. De las dos montañas hermanas, surgían las vertientes y los deshielos que daban nacimiento, hacia sendos lados, norte y sur, al río Itr-âa. Los miles de cascadas que se formaban brindaban un resplandor de incontables arco iris en toda la ciudad, y cientos de puentes colgantes las cruzaban de un rincón a otro. Los últimos años, las lluvias en el norte habían sido suficientes y salvo el último invierno, las nevadas en el sur no habían sido devastadoras como las relatadas en épocas anteriores. Quzah se sentía complacido y esperaba morir viendo la abundancia llegar a ser tan o más grande que la que existía del otro lado del mar. Los primeros años fueron tan pacíficos que las tolderías y ciudades del norte dudaban acerca de si el Emperador había muerto, acostumbrados al antiguo Rey Magni, que no solo enviaba a sus soldados a recaudar tributos para la corona, sino que a su paso mataban, violaban y quemaban todo lo que les venía en gana, anunciando un poder por medio del terror. Con Quzah las cosas habían cambiado radicalmente. Los tributos que los campesinos, señores y jefes de familia pagaban, les eran devueltos en armas y herramientas forjadas en Kyoga. La gente del Musspell pagaba sus impuestos ya con monedas de oro, plata o cobre, ya con maderas y alimentos, como trigo y frutas o simplemente con sal, y la gente del Niflhei lo hacía con pescado, pieles, cobre o vidrio volcánico trabajado.


La mirada de Quzah descansaba orgullosa sobre su hijo mayor y heredero, un muchacho de veintiún años, robusto y altanero, pero sensible. De grandes músculos y con una fuerza desproporcionada. Crono llevaba la sangre de los gigantes del sur en las venas y eso enorgullecía a su padre. El Emperador se sentó junto a él en el salón real, acomodando su larga cabellera del color de la plata, de manera que pudiera mostrarle el rostro de perfil para hablarle. Era el momento de almorzar. Quzah vestía en casi todas las ocasiones un jubón sin mangas de seda engarzada y bordado en oro con dos apliques de cuero en los hombros donde se abotonaba la capa púrpura de tela liviana que habían lucido todos los reyes y emperadores de Kyoga, pero que él solo usaba en ocasiones formales, femoralia de cuero de behemot trabajado y acordonado en los laterales, y botas de hebillas de metal que tenían una terminación de piel de almaqah albino a la altura de las pantorrillas.

—No tenemos enemigos, heredarás un trono en paz —dijo el Emperador dichoso.

—Ha sido un buen gobernante, padre —reconoció Crono haciendo una mueca cómplice y apretujando los botones de plata con forma de cabeza de dragón que ajustaban el sayo cárdeno.

—Nunca olvides a la gente de Niflhei, recuerda que tu madre proviene de allí.

La mirada de Crono se enraizó en un tiempo lejano, cuando era un chiquillo desgarbado que apenas podía sostenerse en pie, ahora era casi tan fuerte como un almaqah de colmillos.

—¿Cómo conoció a mi madre? —Preguntó el joven al regresar de sus pensamientos.

Quzah dirigió una mirada soez a Crono, no le gustaba que se hurgase en la vida del Emperador, aunque fuera su propio hijo. Se quedó pensando por un momento y su desprecio inicial fue desapareciendo, su corazón se ablandó un instante y pensó en compartir la historia. Ya no podía dolerle demasiado aquel recuerdo o al menos eso esperaba. Sin embargo, no todo podía contarse, más que nada porque alguna cosa no sabía si fueron reales. Habían pasado demasiados años y lo que antes parecían certezas, ahora se habían convertido en dudas; lo que antes pudo jurar haber vivido, ahora podía considerar haber soñado.

—Lo siento, mi Rey —se disculpó el muchacho avergonzado.

—Está bien, es tu madre por la que preguntas, supongo que algún derecho tienes de conocer su historia.

Crono celebró dentro de su cabeza el poder escuchar al fin la historia que creyó que nunca oiría.

—El refugio Lorelei no era la ciudad que es ahora. Ella era tan solo una niña y yo el hijo del Emperador recorriendo sus tierras y aprendiendo a gobernar junto a mi padre. Era huérfana e iba a morir de frío y hambre. Le rogué a mi padre que la lleváramos con nosotros. Él se negó, me dijo que no podíamos llevar a todo aquel que nos inspirase compasión al castillo porque de ser así, no cabríamos todos en él. Le dije que compartiría mi comida con ella y que nunca le volvería a pedir más nada, entonces aceptó. Creció y se convirtió en una hermosa mujer y me casé con ella cuando mi padre murió, él nunca lo hubiera aceptado.

—¿Es verdad, padre? ¿Qué nunca le volvió a pedir nada?

—No, pero lo que es verdad es que él tomó en serio mis palabras y no volvió a darme nada de lo que le pedí.

—Me gustaría que madre estuviese con nosotros —expresó Crono con nostalgia. Aun recordaba las historias de “gigantes del sur” que la Reina le contaba por las noches, de hombres tan grandes que podían quebrarle el cuello a un almaqah con sus propias manos. De dragones congelados por Gigantes de Hielo y de ejércitos de sajmets al otro lado del mar. El Emperador sonrió con tristeza, una mueca inexplicable salió de su boca adueñándose de su rostro por completo y lo sumió en varios recuerdos amargos y dulces.

—¿Qué sucederá si nunca me desposo, si nunca tengo hijos? —Preguntó el joven intentando desviar el curso de la conversación.

—Entonces roguemos que tu hermana sí los tenga. ¿Dónde está esa niña? Ve a buscarla por favor.

La niña Skadi correteaba por todas las habitaciones que estuvieran abiertas, abría las puertas de par en par y se apresuraba por los pasillos hasta ingresar en otro cuarto, era una niña de seis años con la misma mirada alegre y sagaz que su madre, demasiado inquieta y curiosa, y de piel blanca como el cuerno de una almatea plateada. Así era Skadi, siempre estaba inventando nuevas travesuras. Uno de sus juegos favoritos era imaginar que volaba. Al principio le encantaba pensar en que le salían alas de la espalda como los brotes que surgían de las papas cuando se las dejaba en las canastas por mucho tiempo. Pero luego comenzó a soñar con volar sobre un dragón, suponía que nunca le iban a brotar alas de la espalda y encontrar un cachorro de dragón y criarlo hasta que pudiera llevarla a recorrer los cielos sobre su lomo escamoso, le parecía más factible.

Abrió una de las puertas de madera roja y cuando salió corriendo, se llevó por delante a las sirvientas que transportaban la comida hasta el salón real. El carro de metal que traía el almuerzo se derrumbó y las mujeres tras él.

—Pequeña estúpida, mira lo que has hecho, nos dejaste sin comida, ¿no puedes comportarte como una dama? —Regañó Crono que acababa de ver toda la escena.

—Prepararemos nuevamente el almuerzo —dijo una de las siervas ayudando a la niña Skadi a ponerse de pie—, ¿se encuentra bien Princesa?

—Estoy bien —dijo sobándose la rodilla e intentando disimular el dolor del golpe.

Crono tomó de los cabellos a su hermana, esos largos cabellos de color escarlata y la condujo de esa manera al salón real.

—Por culpa de esta salvaje nos hemos quedado sin almorzar. —Skadi jaló y Crono soltó sus cabellos, no la tenía tomada con fuerza.

—¡Estoy cansada de estar siempre encerrada dentro de este castillo! ¡Quiero jugar con otras niñas! ¡Quiero salir de aquí! —Gritó...