La edad de las nueces - Los niños en el Imperio Romano

La edad de las nueces - Los niños en el Imperio Romano

von: José María Sánchez Galera

Ediciones Encuentro, 2021

ISBN: 9788413393902 , 414 Seiten

Format: ePUB

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Preis: 9,99 EUR

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La edad de las nueces - Los niños en el Imperio Romano


 

Prólogo

De te fabula narratur

Una mirada autobiográfica

Me ha ocurrido algo curioso con este magnifico libro de José María Sánchez dedicado a la infancia en Roma: que he encontrado en sus páginas algo de mi biografía.

Nací en 1955 y tengo dos nietos que, como es obvio, están mucho más próximos a mí de lo que pudiera estarlo cualquier niño de la Roma de Augusto y, sin embargo, en no pocos aspectos, mi infancia está más próxima a la del niño romano que a la de mis nietos. En lo que a mí concierne, José María Sánchez Galera ha dado pleno sentido a aquellas palabras de Horacio (Sátiras, I,1, 69): «Quid rides? Mutato nomine de te fabula narratur». Es decir, «¿De qué ríes? Si cambias los nombres de los niños, esta historia habla de tu infancia».

Quizás los lectores jóvenes, que son hijos de un tiempo que ha roto tantas amarras con el pasado, puedan creer que este libro trata de tiempos remotos. Pero eso solo indicaría lo lejos que están de la infancia de sus abuelos.

Hay dos maneras muy distintas de enfrentarse a la historia que muestran, en realidad, dos maneras muy distintas de entender las permanencias antropológicas. Y esta no es una cuestión arqueológica, sino que tiene que ver con las maneras de habitar el presente.

Primera forma de mirar al pasado

La primera forma de mirar al pasado es propia de quienes piensan que eso que llamamos hombre es un artilugio para armar y que cada momento histórico y cada cultura lo arman a su antojo y manera. Es decir, que el hombre es un constructo social. Ciertamente, si este constructivismo fuese coherente, se aplicaría su medicina a sí mismo y se vería también como un constructo social.

Bajo esta perspectiva, eso que llamamos niño recogería una gran diversidad de maneras de construir la infancia a lo largo del tiempo que reflejarían la relación entre las prácticas de crianza de cada momento y las relaciones de eso que llamamos adulto con los niños. Esto no significa que no dispondríamos de criterios objetivos para comparar a dos niños de distintas épocas o culturas. Serían entre sí inconmensurables. Sin embargo, el historicismo se empeña en ver la historia como el camino que ha recorrido la humanidad para llegar a su meta, que sería la conciencia historicista de la historia; o sea, el presente.

Ante una afirmación encontrada en un texto antiguo, el historicismo no se pregunta si es verdadera, sino en qué punto del recorrido de la humanidad hacia el presente se encuentra. Esta visión de las cosas empujó a Zhdanov a postular la necesidad de reescribir toda la historia de la filosofía occidental, dado que los griegos habían cometido el inmenso error de no haber sabido dar forma premarxista a su pensamiento cuando era evidente que eran premarxistas.

Bajo esta perspectiva, el niño es un constructo histórico cuyo destino histórico ha sido llegar a la Declaración Universal de los Derechos del Niño (1959) y a la Convención sobre los Derechos del Niño (1989). El niño habría alcanzado, por fin, su destino: el de ser como nosotros concebimos la niñez.

La tesis de la construcción social de la infancia ha tenido su principal profeta en el francés Philippe Ariès1. Aunque su metodología ha sido ampliamente criticada con argumentos convincentes, su tesis sigue en pie: la infancia, tal como la concebimos hoy, habría comenzado a construirse en el Renacimiento, con una incipiente diferenciación entre el mundo de los niños y de los adultos, que culminaría en el XVIII con Rousseau y la Modernidad. Algunos autores contemporáneos consideran que al proceso de afirmación de la infancia aún le falta una etapa fundamental: la de la liberación completa del niño de la tutela del adulto. De hecho, si la infancia es una construcción, ¿quién puede saber lo que nos deparará el futuro?

A mi modo de ver, la visión progresista de la historia del niño se enfrenta hoy a un fenómeno tan inquietante como nuevo: el creciente miedo al futuro que está sustituyendo al optimismo histórico, sin que ello suponga crítica alguna al historicismo. Observen a los niños. Los diagnósticos de trastorno de ansiedad en la infancia no paran de crecer. Como los niños se muestran inseguros, los padres los privan de un control significativo sobre sus propias vidas. Los sobreprotegen para librarse de la angustia que les causa su angustia y así los fragilizan más. Hemos dejado a los niños sin posibilidad de vivir experiencias aventureras. La prueba de ello está en sus rodillas impolutas. Son la primera generación de la historia con las rodillas sanas, porque carecen de espacios en los que jugar libremente sin la supervisión de los adultos. ¿Qué niño se ha construido hoy una casa en un árbol? Y un niño que no ha corrido nunca el riesgo de romperse un brazo ¿ha tenido infancia? ¿Se han dado cuenta de que cada vez se les retira más tarde el pañal? La misma escuela los está educando en el recelo hacia el futuro. Ha sustituido a Rousseau por Greta Thunberg. Nuestros adolescentes tienen hoy más tiempo libre que ideas sobre cómo vivirlo. ¿Qué abuelo puede hoy reconocer su infancia en los juegos de sus nietos?

Sorprendentemente, mientras el progresismo se va haciendo timorato, más seguridad muestra en que el hombre, comenzando por su género, es un constructo social.

La segunda mirada: las permanencias

Recupero mi sorpresa inicial, ¿si la infancia es una construcción social, por qué me siento tan cerca de muchos de los niños que aparecen en este libro de historia? Aceptar la legitimidad misma de la pregunta ya me coloca en la segunda perspectiva histórica. Histórica, no historicista.

Si el historicismo contempla el desarrollo histórico exclusivamente desde el presente; la perspectiva histórica contempla el presente desde el pasado, y no se pregunta qué tiene tal o cual personaje de predecesor, sino cómo se comprendía a sí mismo. La relevancia de esta orientación se pone de manifiesto cuando, por ejemplo, al intentar comprender a Platón tal y como se comprendía a sí mismo, descubrimos que hallamos en él posibilidades de entendernos cabalmente a nosotros mismos. Si esto ocurre, el historicismo no puede ser verdadero porque habría permanencias antropológicas que, de una u otra manera, me hacen contemporáneo de Platón.

Y así llegamos a lo importante. Escribe José María Sánchez que «la perspectiva que asume este libro consiste en procurar reflejar qué era un niño, según la sensibilidad y mentalidad de los propios antiguos». José María Sánchez es un humanista que sabe muy bien que nada humano nos es ajeno, y yo soy un abuelo jubilado que ha encontrado en el reflejo de su escritura aspectos propios de su infancia.

Entiendo perfectamente la ternura de los padres que lloran la pérdida de un hijo, al maestro que tiene problemas de disciplina que no sabe cómo resolver, al niño que le gusta jugar… Todos hemos conocido un Orbilio y yo, que acabo de publicar un libro titulado La escuela no es un parque de atracciones, tengo que sonreír ante el lamento de un personaje del Satyricón recogido en estas páginas: «Ahora en la escuela los chavales se divierten».

No me cuesta ningún esfuerzo comprender a Columela cuando decía que los niños pueden encargarse de tareas menudas en el campo, porque los niños de mi edad criados entre tareas agrícolas asumíamos esas áreas con la mayor normalidad.

No niego, en absoluto, la existencia de cambios históricos. Lo que digo es que la comprensión del horizonte de las cosas humanas no se ve afectada, en contra de lo que supone el historicismo, por los cambios obvios en el horizonte científico y tecnológico.

Permítanme que les muestre un diálogo entre un padre y su hijo adolescente:

—¿De dónde vienes? —pregunta el padre.

—De ningún sitio —contesta el hijo.

El resto del «diálogo» es tan trivial que a cualquier padre con un hijo adolescente le resultará familiar. No parece, pues, que sea un diálogo digno de ser puesto como ejemplo de nada… a no ser que su misma trivialidad sea ejemplar. Y, efectivamente, esto es lo que ocurre, pues el diálogo se encuentra en una inscripción sumeria que tiene como mínimo 3.700 años de antigüedad. Si el arqueólogo que lo tradujo tenía un hijo adolescente, bien pudo sentirse identificado con la continuación de la inscripción:

—Déjate de tonterías, vete ahora mismo hacia la escuela y preséntate a tu maestro. Espero que tengas los deberes bien hechos y que no haya ninguna queja de tu comportamiento. Cuando salgas de la escuela, ven directamente a casa sin entretenerte por las calles. ¿Me has entendido?

—Sí. Sí que te he entendido. Si quieres, te lo repito.

—Pues ya me lo puedes repetir.

—¿Qué te piensas que no te lo puedo repetir?

—¡Venga, empieza!

—Lo haré cuando quiera.

—¡Venga!

La discusión continúa en este tono durante diecisiete tablillas y varios fragmentos.

Terminaré reconociéndole al autor otro indudable acierto al señalar algo de una enorme relevancia y a lo que, sin embargo, no se le suele dar mucha importancia en los ensayos modernos sobre la historia de la infancia. La Navidad. Hay, sin duda, abundantes estudios sobre las modificaciones que el cristianismo comporta en la concepción de la infancia, la educación o la familia, pero la Navidad es la lección mayor. Dicen que el soberano no depende de nadie, pero los Evangelios nos muestran que el verdadero soberano es el que decide qué estrella quiere...